Por Roberto Cadagán Delgado
Un sacerdote camina presuroso y en silencio por las polvorientas y calurosas calles quiteñas hacia una residencia de enfermos y moribundos. En su pensamiento lleva no sólo paz, perdón y consuelo... Lo acompañan ideas de revolución, independencia y libertad.
Son días convulsionados en Quito.
Corren los meses finales del año 1810 y la ciudad, agitada por una inestabilidad política, social y económica, respira un aire espeso, casi palpable, de sospecha y tensión. Pareciera que tras casa ventana, cada puerta o esquina hay alguien sospechoso.
La herida abierta de la reciente masacre del 2 de agosto pasado dejó una marca profunda en el corazón del pueblo. Ese día, unos ciudadanos, entre los que se encontraban intelectuales y criollos prominentes, fueron asesinados por órdenes del conde Manuel Ruiz Urriés de Castilla y Pujadas, conde de Ruiz de Castilla, acusados de haber instigado y participado en la revolución del año anterior que intentó derrocarlo.
El motín dio a paso a una ola de represión y brutalidad por parte del ejército realista que dejó entre doscientas y trescientas víctimas. Revolucionarios, civiles; entre ellos, muchos inocentes que pagaron con su vida la osadía de propagar el germen de la independencia.
Fue una masacre.
Y Quito no lo olvida.
En ese clima hostil, dividido entre leales a la corona y los que se oponen a ella, la vida del día a día transcurre con una tensión latente. La presencia de extranjeros —y más aún, de cualquier figura asociada al poder español— despierta recelo y temor. No es un buen momento para los forasteros. No es un buen momento para nadie.
En medio de ese ambiente denso, una figura delgada, de mediana estatura, se desliza con paso rápido por las calles polvorientas de la ciudad. Viste un hábito oscuro, con un corte ceñido al cuello cercano a un rostro alargado, algo moreno y con profundas entradas en su cabellera de pelos muy cortos.
Su andar es silencioso, casi como si quisiera pasar desapercibido, como una sombra. Sale desde la casa de la Orden de los Frailes de la Buena Muerte, establecida en Quito apenas hace escasos años. Camina con urgencia, sin levantar demasiado la vista, rumbo a una residencia cercana al hospital. Allí, lo esperan enfermos que con cruel resignación aguardan la llegada de sus últimos suspiros. Allí ha de brindar asistencia espiritual y material a los moribundos.
Ese hombre enigmático para la sociedad local es Fray Camilo Henríquez González, sacerdote chileno, escritor, pensador, político y posteriormente periodista. Sus palabras llevan consuelo a las y los pobres desdichados, un instante de paz en torno a los sacramentos que prepararán sus caminos hacia el altísimo.

Cumplida su labor y tal como llegó, el sacerdote se retira. En su mente lleva pensamientos de pesar por comprobar una vez más la fragilidad de la vida humana. Lo acompañan, además, otros sentimientos que lo hacen comprometerse con el bien común, con la lucha por la libertad no sólo espiritual sino también terrenal.
Su mente trastocada por el dolor y el sufrimiento de los demás, se mezclan con los vientos revolucionarios que recorren América y que en este Quito golpeado deja una brutal opresión con víctimas por doquier.
A pesar del miedo, de la vigilancia y del sometimiento de la población por los españoles, Fray Camilo sabe que el camino que emprendió no tiene regreso. Lo vivió así durante sus días aciagos en Lima perseguido por la Santa Inquisición y lo revive hoy en esta tierra lejana de su Chile natal.
De camino a la casa religiosa, desvía su camino hacia la Biblioteca de la Real y Pública Universidad de Santo Tomás. Allí se rodeará de textos que considera imprescindibles. Leerá a Rousseau y el desarrollo del ciudadano, el ascenso de las libertades, los derechos individuales y la razón. Repasará libros de Voltaire y sus ensayos sobre la tolerancia religiosa y el antifanatismo. También se empapará de la filosofía del intelectual, historiador y filósofo político francés Montesquieu, cuyas palabras sobre la soberanía popular resonaban en su alma.
En las páginas de aquellos libros conoció los conceptos se le presentaron como revelaciones. Los pueblos no deben estar oprimidos, ni sometidos al arbitrio de voluntades impuestas por la violencia. La idea era tan simple como revolucionaria, y sin embargo, chocaba con todo lo que le habían enseñado. Ya en Lima había tenido problemas por su afición a la lectura de tales ideas, el Tribunal del Santo Oficio lo había alcanzado y sancionado con su largo brazo justiciero, pero a Camilo Henríquez no lo convencían con castigos ni amenazas de mazmorras.
Estas ideas revolucionarias eran atractivas y poderosas, puesto que apelaban a la conciencia superior de los hombres, algo cuestionado por la base del sistema colonial y el poder monárquico existente e, inclusive, en su mayoría estaban en contradicción con los dogmas y enseñanzas oficiales de la Iglesia.
El discurso libertario lo estremecía no solo como religioso, sino como hombre con conciencia y más aún como patriota. Sufrió una guerra interna con los dogmas aprendidos, pero mientras más leía y estudiaba, más crecía en él su sed de justicia.
Esos pensamientos no harán sino refrendar su mirada de que algún día florezca la libertad no sólo en este Quito adolorido, sino también en Chile que lleva siempre en el corazón.

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Las luchas posteriores a la masacre de agosto pusieron en alerta al sacerdote chileno. Podría ser relacionado por alguna lengua indiscreta como integrante del grupo de complotadores. Emprendió rumbo a Guayaquil y de ahí a Lima donde rendiría cuenta de su trabajo en la formación de la sede de la orden en Quito.
La Santa Inquisición ya tenía antecedentes de sus andanzas y lo envió nuevamente a Quito para concluir la labor encomendada.
A su regreso en la Audiencia se encontró con que las cosas habían cambiado. Por un lado los aristócratas y criollos empoderados no estaban contentos; por el otro intelectuales patriotas estaban cansados de los abusos de los gobernadores y burócratas españoles.
Fray Camilo Henríquez en sus idas y venidas a la Biblioteca de la Real y Pública Universidad de Santo Tomás se encontró con un centro de discusión política sobre el destino de la nación quiteña. El clima estaba revuelto con los trabajos de los profesores Manuel Rodríguez de Quiroga, José Mejía Lequerica, entre otros.
Había algo que no se decía, pero se respiraba en el aire denso de las salas y escenarios. Desde ahí, como una presencia latente, animaba secretamente el ambiente la Logia Ley Natural, herencia rebelde de la extinta Escuela de la Concordia. Era un espacio donde las ideas tomaban cuerpo al margen de la censura y el castigo.
Hombres de pensamiento libre, nobles hastiados de la obediencia ciega, pensadores radicales, artistas y nobles tejían el futuro de la provincia. Fray Camilo encontró en esa logia un terreno fértil en el cual sembrar y cosechar frutos. Asistían a sus encuentros, ilustrados como el Marqués de Villa Orellana, jóvenes de pensamiento liberal como Juan de Dios Morales Leonin que soñaba con que una república independiente sí era posible. Y también curas como Juan Pablo Arenas y José Riofrío, que rezaba el credo y luego lo discutía en voz baja.
Todos ellos, con sus contradicciones y esperanzas, daban forma a un espacio que era más que un refugio: era una semilla que quería nacer con fuerza y que en este territorio daban las luces que pronto iluminarían a todo un continente.
La Segunda Junta de Gobierno de Quito fue el gobierno ejecutivo que se creó a raíz de la llegada al territorio del coronel Carlos de Montúfar, nombrado comisionado de regencia por la Junta Central de Sevilla. Gobernó en representación del rey Fernando VII, pero con el recelo de los aristócratas españoles que veían en él a un tipo frío -dadas sus raíces criollas- cada vez más cerca del poder.
¿Sería este hijo de Nueva Granada el hombre que mantendría la paz? ¿Haría frente a las constantes miradas de encono entre gobernantes y gobernados? ¿Evitaría la guerra civil que se aproximaba?
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El sacerdote chileno conoció entonces cómo el pueblo luchaba contra la opresión. Mientras atendía a los enfermos, su oído se agudizaba para captar el pulso de la ciudad.
Y del cumplimiento cabal de sus obligaciones religiosas informó el mismísimo presidente interino de la Audiencia de Quito, Diego Antonio Nieto Polo, al superior de aquella orden de la BuenaMuerte, padre Gerardo Moreira, diciendo: En obsequio a la verdad debo decir a V. R. que me consta el esmero, celo y exactitud con que ha procurado llenar todas las obligaciones de su sagrado instituto, en la asistencia puntual de los enfermos que los han necesitado. Y desde su arribo a esta ciudad he oído con mucha satisfacción los elogios que justamente se dispensan tanto a V. R. como como a los padres Camilo Henríquez y Tomás Ahumada por los efectos de su caridad que han recibido muchos de sus vecinos nobles y plebeyos, sin excepción de personas (1).
En una de esas tantas tardes de Quito, cuando el cielo está al alcance de la mano, Camilo Henríquez camina por las angostas callejuelas que rodean el centro de la ciudad. Allí donde los comentarios solapados tejían una maraña de conspiraciones, el sacerdote se enteraba del pensamiento del pueblo. Criollos, nobles, pobres, caciques e indios eran parte de las habladurías. Era un alma inquieta de la ciudad, un hervidero de ideas, un nudo de rabias contenidas que latían a punto de explotar.
Las luchas patrióticas eran susurros, miradas cómplices, cartas escondidas. Desconfianza. Se respiraba un aire pesado mezcla de miedo y a la vez de esperanza. El descontento era una fuerza que la autoridad conocía y por lo mismo, se empeñaba en reprimir con violencia. Se levantaban juicios severos, se pedían penas durísimas. Las sombras de la cárcel y la muerte eran posibles.
Camilo Henríquez con la conciencia despierta, sufrió con esa realidad que quedó marcada para siempre en su alma. Las injusticias que presenció, los debates entre susurros, entre cuatro paredes. No fue un espectador. Se dio maña, como dirían los quiteños, para hundirse en el centro mismo de aquella efervescencia: reuniones nocturnas, panfletos, tertulias, planes.
Fue testigo de las disputas entre los oidores, quienes se debatían el poder con manos ansiosas, mientras la ciudad entera sufría en silencio, pero también fue parte de algo mayor y que se relacionaba con que había esperanza para el continente. Creía en la libertad e independencia.
El cura nunca olvidaría aquellas tardes en que intelectuales amparados por una logia masónica y simples plebeyos de pueblo le hablaron de libertad. Esos pensamientos se comparaban a los que leía con tanto entusiasmo en escritores ilustrados. ¿Cómo unos pobres pueden pensar de la misma manera que intelectuales franceses? Vio en primera persona que la lucha por la libertad es una fuerza que no se puede controlar por la violencia. Tarde o temprano prevalecerá.

En Quito, Fray Camilo Henríquez entendió lo que es ser patriota en un periodo convulsionado. Fue un punto de inflexión en su vida. Se convenció que estas ideas eran necesarias expandirlas en otros países, incluido Chile. Desarrolló escritos y proclamas llamando a la lucha por la libertad americana. Se preocupó de evitar ser reconocido y recurrió permanentemente al uso de seudónimos que, en muchas ocasiones, lo pusieron a salvo de persecusiones y castigos.
Este sacerdote chileno —valdiviano de nacimiento, patriota de convicción— llevaría para siempre en el alma el recuerdo de su paso por la ciudad que a futuro se convertiría en la capital del Ecuador moderno. Allí, en esa ciudad de cúpulas altas y corazones insurgentes, fue testigo del despertar de un pueblo que, aún siendo de condición humilde, alzó su voz contra el imperio que luego recorrería otras colonias del continente.
Camilo Henríquez no fue un simple observador. Vivió de cerca la dignidad de los quiteños, la persecución de los pensadores, la valentía de quienes sin armas, pero con palabra firme, desafiaron al orden colonial. En esas calles empedradas donde la Ilustración susurraba en voz baja, aprendió que la lucha por la libertad no era privilegio de las armas, sino de las ideas.
Al regresar a Chile, su alma ardía con el fuego de la independencia. Se entregó con ímpetu a la causa patriótica y su compromiso se volvió indeleble. En una mano portaba la cruz de Cristo, símbolo de fe y sacrificio; en la otra, los libros de la Ilustración, antorchas del pensamiento libre. Ambos signos convivían en él como en pocos: el sacerdote y el revolucionario, el creyente y el ilustrado.
Fue entonces cuando redactó la Proclama de Quirino Lemáchez, seudónimo formado con un anagrama de su propio nombre. En ella, convocaba a elegir representantes con ideales independentistas para el Primer Congreso Nacional, constituyéndose así en una de las primeras y más profundas expresiones del pensamiento revolucionario en Chile.
En su contenido vibraban principios como la defensa de la libertad, la igualdad, la racionalidad y el bien común. Camilo Henríquez no hacía otra cosa que dar forma a las ideas que, años antes, había recogido en Quito, aquella tierra donde él mismo afirmaría, fue "la primera en enseñarnos a ser libres".
Este sacerdote chileno, valdiviano, patriota de tomo y lomo recordaría para siempre su vida en aquella ciudad. Fue allí donde tuvo una conexión, un encuentro con personas comunes y corrientes que en un acto de rebeldía, sentaron las bases para futuras luchas por la libertad en otras colonias españolas.
“Quito, luz de América”, escribió una vez como una frase que destacaba la lucha dada por los quiteños en la defensa de los ideales independentistas, que luego se propagarían como un reguero de pólvora por el territorio en búsqueda de una patria libre.
Hoy, esa frase sigue viva.
Quito continúa siendo homenajeada como faro de la independencia latinoamericana.
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Jorge Núñez, Fray Camilo Henríquez y “La primera teología de la Liberación”. Recibe nuestras noticias en: WhatsApp | Instagram | Newsletter.
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