La conclusión que me pareció más interesante luego del debate presidencial de hace algunos días, fue formulada por quienes dijeron que la jornada se había transformado en una verdadera lata, debido a que hacer discutir a seis personas en un programa televisivo no puede tener un final distinto al que presenciaron los chilenos que se quedaron frente al aparato hasta el final. Entre ellos no me cuento, porque estuve entre los millones que prefirieron dormir porque al día siguiente tenían que trabajar, a pesar de que éste no es mi caso.
La segunda deducción contundente emanada de ese largo lunes la escuché al día siguiente de boca de un analista de cuyo nombre quiero acordarme, pero no puedo, quien dijo que le había quedado muy claro que la política chilena está muy farandulizada y, en respuesta, también la farándula está muy politizada.
In other words, como cantaba Sinatra, el debate del festivo pareció más una continuación de los matinales de los mismos canales que lo emitieron, que una verdadera exposición de planteamientos de fondo de parte de los seis postulantes a heredar temporalmente la piocha de O’Higgins.
Me gustaría hallar argumentos para pensar que el estudioso habló de puro picado y que en realidad todos quedamos fascinados con el altísimo nivel del diálogo de los candidatos, pero, pucha, no puedo hacerlo. No me queda otra que reconocer que estuvo lejos de ser un confronte de ideas entre estadistas de alta gama, como se dice ahora, porque no fue más que una riña callejera, sin puñales, pero con chuletas a la altura de la ingle que ni Gary Medel habría podido intentar dar con tanta precisión.
Fue una pugna que me hizo recordar mis años de liceano, cuando en Consejo de Curso comenzaban a salir los trapitos al sol porque a uno se le notaba mucho que contaba con la buena barra de la vieja de Castellano o que otro tenía algo más que la pura cara de desaforado o porque el tesorero ya no tenía cómo disimular que había hecho magia con alguno de los gastos reservados, que en aquel entonces tenían otro nombre o no existían, pero estaba claro que al fulano lo habían visto comiendo completos o helados con la polola con demasiada frecuencia, cuando hasta en Tanzania se sabía que no tenía niuno.
Intento entender a los candidatos, eso sí. En vista de que los tiempos no dan para encontrar un Mahatma Gandhi o un Nelson Mandela, para que aúne voluntades y convenza a todos los habitantes de esta larga y angosta faja de tierra, no nos queda más que resignarnos a estar muy polarizados y expuestos a situaciones más lamentables aún que las que ya hemos soportado.
En ese ambiente, cuesta ser racional y cuesta arrancar del clima hostil, que lleva a golpes bajos, acusaciones personales con o sin fundamentos, a miradas debajo de la alfombra del vecino, es decir, a un ambiente que obliga a permanecer a la defensiva y a buscar un poco de blancura en medio del festival de malos ejemplos brindados generosamente por notorios miembros de la clase política y perfeccionados por personeros e instituciones que debieran ser las primeras en demostrar que están, efectivamente, al servicio de la ciudadanía.
Cuesta ser optimista al mirar de frente al panorama. Gane quien gane el 21 de noviembre, o en la más que probable segunda vuelta, va a tener una labor demasiado jodida como para envidiársela. Le van a llover misiles, torpedos, morterazos, aceite hirviendo, flechas, garrotazos, tiburones, anguilas, pulpos y sapos del Darién, de esos que solo con mirarlos te envenenan.
Los candidatos lo saben, pero por lo menos en el reciente debate mostraron escaso o nulo interés en bajar los decibeles, en esconder los arcabuces y, por el contrario, optaron por usar lo mejor de la artillería, al mejor estilo de un matinal farandulero.
Grupo DiarioSur, una plataforma de Global Channel SPA. Powered by Global Channel