A principios del siglo XX, la gente respiraba la historia en torno a vivencias pasadas de labor y producción. Notables deben leerse las anécdotas de los antiguos camperos encaramados al pértigo de alguna carreta o simplemente sumidos en marcaciones y señaladas. Hubo juegos y esparcimiento que se confundieron entre el tráfago de las faenas cotidianas. Las carreras de caballos comenzaron a hacerse populares a principios de los años treinta en el valle y a convocarse con orgullo y alegría, como una especie de sello propio de los campos. Junto con la competencia llegó la tradición en ceremonias de cumpleaños y celebraciones, con fiestas de largo aliento y oleadas de placeres y emociones. Se recuerda particularmente la reunión del casorio, donde cualquiera pudo entrar sin ser invitado y se quedó una semana completa en la casa si lo deseaba. Se calcula que en una fiesta de esas se consumían unos quinientos litros de vino.
Pero lo que más remarca el testimonio y el anecdotario es la fiesta laboral de la señalada, que convocaba a quien quisiera integrarse ya los campos permanecían abiertos como gesto de hermandad, para que llegaran las vecindades a entretenerse y pasarla bien. La noticia de que en tal parte iba a haber señalada corría como reguero de pólvora por varios kilómetros a la redonda, y llegaba a oídos de los gauchos al otro lado de las alambradas.
Las particulares señaladas
Los señaladores conchababan a gente revisadora que tenía por misión apartar las manadas o tropillas de una misma marca. El oficio lo cumplían jóvenes muchachos buenos para cabalgar, enlazar y pialar. Nunca alguien perdió un ejemplar de esos, y los mismos propietarios de los animales desagrupados dirigían con ahínco los grupos de revisadores que juntaban el animalaje para iniciar las señaladas.
A la salida del sol se encontraba la gente trabajando a ritmo febril en diversos frentes. El objetivo era laborar duro de una sola vez, porque al final la recompensa era la fiesta que duraba tres o más días. La señalada comprometía a varios grupos que decidían los momentos de la carrera de caballos, de las tabeadas o de los bailes. Cada sector de actividad convocaba a diversidad de gente, grupos de damas montadas a caballo, gauchos de otros campos vestidos con sus mejores atuendos y lujos, ancianos que lucían rastras y corvos para la ocasión. Todo a la usanza gaucha, sin pretextos ni barreras. Los convocados formaban grupos activos que se dispersaban o se volvían a juntar. Por ahí andaba gente de la talla de Alberto Galindo o Pablo Millar, finos acordeonistas que hacían delirar a la concurrencia. Destacada participación les cupo siempre a los verduleros o botoneros, que eran el alma de las fiestas y se arrimaban para interpretar canciones de moda y alentaban con entusiasmo al grupo de interpretación donde siempre descollaba el poblador Enrique Farías, un hombre culto y gaucho que tomaba la guitarra y tenía el don de deleitar a toda la concurrencia. Virtuoso, gran poeta, payador, eximio intérprete, compositor y arreglador de caballos de carrera.
La tarde veía llegar a grupos ya unidos por la fiesta, mientras en lontananza se dejaban estar los alegres compases de la ranchera.
No podría yo pasar por alto de ningún modo la imagen de Gilberto Oria, antiguo poblador de Cerro Galera, gran cultor de la guitarra y eximio payador aysenino, que en el año 2001 se refirió a Enrique Farías como un virtuoso guitarrero, señalando además que cuando tomaba el guitarrón se producía en las ramadas tal grado de expectación, que todo el ambiente se transmutaba. A mi informante no se le olvidó en ningún momento el porte majestuoso y la innata sabiduría de hombre de campo que proyectaba este gran personaje del arte campero en las fiestas y ramadas.
Las fiestas del casorio en el Aysén de antes
El ambiente festivo marcaba claramente la presencia de los ritmos para el baile y la chispa. La fiesta cobraba ribetes de tradición campera en el más alto grado de la significación, al voltearse una vaquillona para iniciar un asado y congregarse las parejas recién llegadas desde el interior o las estancias vecinas. El gran compromiso de la convocatoria pasaba por el regocijo colectivo de la carrera de caballos organizada por los mismos preparadores, que escogían a rayeros y gritones para la pista de cien metros con división al centro y espacio para dos caballos. Cuando llegaban las carreras grandes se concertaban apuestas que a veces comprometían haciendas completas con miles de pesos perdidos en un solo segundo. La yegua zaina La Liebre del poblador Juan Acuña, constituye un ejemplo de lo afirmado, por ser un animal muy acreditado que ganó una carrera por 50 vacas, otra por 200 ovejas y 10 mil pesos y otra por 20 mil. En los años 30 aquello era bastante. Se corrieron carreras en una cancha ubicada cerca del puente de La Cruz, donde había una gran cantidad de campamentos con gente de afuera que venía de la Argentina con toda la familia, parando palos de monte y cubriendo con ramas el varillal y el armado. En aquel tiempo el monte era tupidísimo y, en su afán de permanencia, estas visitas se las arreglaban muy bien levantando campamento de ese modo para esperar lo que vendría después de las carreras: las ramadas para los 25 de Mayo y las patrias del 18 de Septiembre.
Era común encontrarse con los paisanos de siempre, vivientes del lugar y generalmente chicos jóvenes que habían nacido y crecido entre esos parajes. Los nombres de la Cordonada parecían enredarse a propósito en la trama de la memoria y arrancar a gritos desde los calafates con el aroma lejano del tiempo en sus entrañas. Ahí llegaba como un ceremonial cotidiano el inconfundible David Castillo, poblador temprano y cosechador de cerezas.
La contada de David Castillo
Castillo fue muy amable cuando lo saludé entre los frondosos cerezos. Me recibió sonriente, como un aparecido en su jardín colmado de guindas y cerezas en el Valle de Simpson en 1987. En verdad casi no se veía, invisible entre los oscuros ramajes, silencioso, integrado plenamente a la labor de la cosecha. Sin querer abandonar la faena y tratando de acordarse lo que más pudo, me habló con nostalgia de los nombres de la Ensenada, sus oficios, algunos sucesos que rodearon sus vidas, sus largas descendencias, sus períodos de gloria y decadencia.
Pasaron por sus palabras muchas personas, como Tomás Baeza, Hermógenes Mora, Remigio Martínez, José María y Armando Rojas. La matrona Eduvina Torres recorría la Cordonada. Era la mujer de Juan Silva, enseñada en el oficio de matroneo por la inolvidable Rosario Orellana. Nadaban por los senderos solos Domingo Zapata, Roberto Jaramillo, Miguel y Rudecindo Parra. Ya estaban trabajando en las faenas invernales Enrique Pardo y sus hermanos Matías y Baldomero. Le acompañaban Pedro Troncoso y Máximo Sandoval, y tiempo más tarde irían apareciendo Abraham Asmutt y el turco Aseadín, Juan Bautista Ñarrea, Cesáreo Elgueta, Zacarías Haro, Manuel Torres y Etelviro Puchi. También llegarían Enrique Millar de la Pampa de la Vaca junto a Lisandro y Jacinto Seguel. Y por ahí campearían Crescencio Valdés, Crescencio Hernández y Orozimbo Yáñez, asomándose por entre la floresta del valle Vicente Jara y Juan Mardonez junto a Carlos Sáez, Domingo Sandoval, Avelino e Hijos y José Haro, a Antonio Ríos, Antonio Quinto, Ramón Pradenas, Agustín Seguel, Oscar Abadie, Miguel de la Hoz, Manuel Huenchumir y Eugenio Rivas.
Se me quedó además la triste historia del tío Chito, viejo profesor del principio del valle, solo junto a su perro y sus botellas de vino tinto, contratado por colonos cuyos hijos no alcanzaban a llegar a la escuela por los años 46. En los pagos de Kiko Silva en el sector El Bajo, lo pidieron los padres para enseñar a sus hijos. Entonces Miguel Rivas le armó una pequeña casa para que se quedara ahí, al alcance de todos los vecinos y sus hijos. Un profesor en medio de las familias.
En el campo de Juan Roa crecieron sus retoños reparando ruedas, armando pistolas con fierros viejos y montando argollas para las bodas. En algo parecido a un avión, vieron volar un día a Hermenelio Roa lanzándose por suaves lomajes cerca de las confluencias del Blanco. Eso sí, no alcanzó a volar, destrozándose violentamente su trabajo de meses.
Óscar Juica fue practicante de carabineros. Vivía en el crucero La Cordonada, cerca de Miguel Rivas, quien se había comprometido a construirle una casa para tenerlo bien a mano en caso de accidente o enfermedad. Fue el practicante más conocido de los alrededores, recorriendo trayectos de urgencia en su caballo, galopeando suelos noche y día y asistiendo las necesidades de mucha gente de los alrededores.
La lentitud del recordar no me dejará nunca terminar estos bosquejos de existencia de mis camperos ayseninos. No se termina esto aquí, no puede irse ni abandonarse ni tampoco olvidarse. Un trueno final pondrá su rúbrica en libros que sí sobrevivirán al tiempo, como si en eso se nos fuera la vida.
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