El lugar llamado Puerto Aguirre lleva, a mucha honra, el nombre de su fundador, el presidente de Chile en 1938, Pedro Abelino Aguirre Cerda.
Entre otros muchos méritos, el abogado y profesor de Castellano y Filosofía logró realizar uno de los actos más profundos e inéditos de esos años al atreverse a instalar en ese paisaje colmado de mar y vegetación una alcaldía de mar que se descolgaba galante entre los chamizos mojados de los temporeros.
Como todo lo que ha ocurrido en casi la mayoría de los poblados ayseninos, se yerguen los primeros emplazamientos vecinales, iglesia, escuela, casa de la partera, más de dos bares y pulpería, cementerio, plaza. El tango siempre se bailó con la fea en este lugar alejado del paraíso. Pero con el paso del tiempo todo iría mejorando. Pese a todo, Puerto Aguirre se iría convirtiendo con el tiempo en un lugar importante, punto de llegada y salida, trabajo de mar y olor a yodo eternal en medio de algo distinto, lejos ya de los precarios campamentos levantados bajo el terror de la lluvia.
Tantas incertidumbres y dilemas sin salida posible. Este pueblo funcionó como enclave temporario durante las faenas del alerce, y también para los jornaleros del humo que encaraban con ahínco el quehacer del cholguerío y las conserveras de choritos. Pero volverían las imposibilidades cuando a menudo hacía de las suyas la marea roja y escaseaban los mariscos.
Desmenuzando las contadas y diálogos
Si nos damos un paseo por allá, como lo hicimos durante quince largos días de un verano inolvidable, el viaje de hoy me acercará junto a ustedes a las voraginosas imágenes de Puerto Aguirre, un poco más allá de las contadas de Tito Appel que apareció por estas páginas hace ya unos siete años. Estábamos arrobados con esos cuentos e historias verídicas. Lo primero que asoma detrás de un roquerío inclemente es el inmortal vestigio de la familia Leal con su presencia en el mar de Aysén. Marina Uribe engendra a Gabriel, Juan Carlos y Luis primero y luego a Alejandro, Sofía y Raimundo y también a Marina, Paula, Emilia y Gabriela. Tremendo familión. Estamos a mediados de los 40, cuando hay en la isla una efervescencia distinta, ya que comienzan los trabajos de las primeras conserveras, un boom inesperado de las faenas extractivas y la presencia de tres millares de isleños viviendo ahí. Varias embarcaciones manejaba entonces Ernesto Leal, coludiéndose directamente con el mentado Tito Appel, pionero de la industria conservera, propietario en Caleta Andrade o con Rubén Vásquez en Estero Copa, la recordada Conservera de Isla Fénix que administraba otro grande y añorado, los hermanos Cárdenas, Demetrio y otro de nombre olvidado.
Tal como en Coyhaique, la aldea natal, cuando papá saludó al vecindario a los gritos para anunciar mi nacimiento, también ocurría prácticamente lo mismo en Balmaceda, el valle, Cochrane y la isla Huichas, con grandes familias consagradas a la afectiva vecindad, el pequeño mundo de los abrazos y la familiaridad, de los buenos deseos y de la sonrisa profunda y verdadera. Otros tiempos con olor a mar, sobre las tablas duras del muelle y el rocoso devenir de las olas y graznidos de gaviotas, gente incluso inmortal como la señora Margarita de Cárdenas, cuyo único placer social profundo era vislumbrar las sonrisas de los niños cuando su brazo arrojaba puñados de golosinas hasta donde alcanzara. Ella misma, abnegada mujer de principios y corazón inmaculado, era capaz de asistir enfermos, ser consejera de jóvenes desorientados, ayudadora de sufrientes y excelente comerciante de esos días de bullicios. Me contaron que nunca dejó de emocionarse frente a la pobreza y la carencia, al sufrimiento ajeno que ella percibía descarnadamente en su propio devenir cotidiano.
Por ahí pasaban conversando y presencialmente contentos en el vecindario pintado de gloria habitual, los aspectos profundos de un Segundo Andrade, de los Huenumanes y Ñancules, con una peluquera de nombre Rosita.
¿Se acuerdan de Miguel Vega, uno que llegó de España y se radicó en la isla para siempre? Tenía un hijo al que conocían todos como el Chaly, que contrajo nupcias con Mireya Haro, una mujer extraordinaria que con el tiempo sería nombrada Alcaldesa de Mar, incluso con la indumentaria de una mujer marino. No entiendo cómo me puedo olvidar de insignes personajes de vecindarios tan lejanos a mi inefable Coyhaique, pero los vientos suelen hacernos llegar mensajes de gracia cuando el tiempo de la historia se asienta por última vez y en forma definitiva.
Otra de las vecinas con sentido de familias y grupos afectivos de la isla era doña Nina Zabaleta de Pinto. Y a ella muy unida la presencia de doña Meche Saldivia, y la directora de la escuela, doña Aurelia, toda una institución. Ella casó con uno de los más recordados profesores, el señor Moncada. Por ahí aparecen, cercanos ambientes e indestructibles imágenes de Claudio Araya y Marta Maldonado, gentiles y bondadosos vecinos del tiempo llenos de pletóricas imágenes de mar y lejanía. Se anudan al tiro no más otros nombres, Juan Osorio y la señora Paula, la Chabela Canible y su marido Popito.
Se descorren las cortinas del tiempo y llega Ricardo Mackay trayendo vozarrones agitados, junto a su linda mujer Tita Bachler que anduvo de niña por los espacios del Coyhaique de los 46 junto a mi madre, una siendo ahijada donde los Zbinden de la calle Cochrane, actual emplazamiento de la biblioteca y después en una mediagua al fondo de la ex pensión América. Estaban también sus hijos, el pelao Rafael que es como uno más de tantos primos, igual que su hermana Shirley a la que siempre le dijimos la Chichi y que se murió tan jovencita. Y mi adorada prima Ingrid siempre presente en mi corazón.
Las conserveras y una multitud de vecinos
Gran trabajo éste de las conserveras. Manejaban un negocito cerca de la actual ECA, la que se instaló a los pocos años, cuando Andrés Lerdon estaba a cargo de esta empresa estatal junto a su mujer doña Angélica Marchand y sus dos hijos, Juan Alberto y Andrés. En esos días fallecía naufragado Andrés Leal y por eso el estadio de la isla lleva su nombre, honrando
todo el trabajo y dedicación que les brindó a esa causa. Dejaba a su mujer y a tres hijos; Carlos, Gabriel y Juan Luis.
Más vecinos acuden como presencias propias de esta bella isla comunitaria, Alberto Risco y su mujer María, más cinco hijos y una preciosa isla conocida como Pomar. Se agregan Juan Villarroel y la comadre Lucinda, padres de Eliana, la mujer de Gabriel Leal, Segundo Alvarez, y sus hijos Tito y Cunino. ¿Por qué siempre la reminiscencia conquista el punto más profundo y lejano de la emoción?
Los primeros pasos de Tito Appel
Tito Appel Schmidt vivía en Puerto Varas con 87 años cuando quedó viudo de Berta de La Cruz Arend, con quien se había casado en 1948 y engendrado a Juan Patricio, Carlos Javier, José Luis y María Soledad. Era conocido y amado entrañablemente por los paisanos costeros del Puerto Aguirre Cerda.
Baste descorrer un centímetro este velo invisible del tiempo para comprender en toda su magnitud la inolvidable jornada de vida que imprimió Tito Appel a esta parte del suelo costero aysenino, desde que llegara en agosto de 1946 a echar a andar un osado proyecto de fábrica de conservas que iba a erigir en las radas de Caleta Andrade.
Resulta imposible olvidar y admirar su figura desgarbada y ese dulce aire extranjero con la mirada llena de bríos e inteligencia natural. Este hombre solo y cansado llegó aquella madrugada cerca de las cuatro de la mañana, una hora normal de paso y recalada de buques en el molo de Aguirre que era esperada por algunos valientes.
El problema de este joven Tito Appel es que llegó solo y sin conocer la isla, por lo que a duras penas buscó superar este impensado riesgo. Hizo lo que pudo, tratando de orientarse y buscar en medio de una oscuridad aterradora alguna luz que le sirviera de guía para encontrar un sitio poblado. Valiéndose a lo mejor de fósforos u otro medio para alumbrarse, llamó la atención de alguien, quien le gritó de lejos preguntándole quién era. Tito Appel se puso contento y agradeció haber encontrado a alguien. Ambos charlaron y congeniaron.
El desconocido parecía haber sido el único que se había despertado con la recalada del buque y el movimiento de desembarco en bote de Tito Appel.
Este ser se convertiría entonces en su salvación. Le advirtió que en ese lugar no encontraría posadas ni hoteles, menos aún a esta hora de la madrugada. Y en lugar de ayudarlo, no se le ocurrió nada mejor que dejarlo solo en un pedazo de playa, sugiriéndole que hiciera una fogata en algún lugar reparado, ya que estaba anunciada una tormenta para esa noche.
Algo insólito y tal vez ridículo, tratándose de un lugar habitualmente conocido por la hospitalidad y amabilidad de su gente. Pero hasta ahora, después de lo que había pasado, pensó que nada sacaría con reclamar ni echar maldiciones.
Una hora más tarde, resignado de su suerte, y casi muerto de frío, se levantó y pensó en caminar en busca de alguna vivienda, ya que el pescador lo había recibido pero abandonado después. Este buen hombre, cansado y somnoliento, aterido de frío y hambre, comenzó a caminar por las calles del lugar para efectuar un primer reconocimiento. Y a medida que avanzaba, más lejana le iba pareciendo la posibilidad de dormir aquella noche.
De pronto encontró una casa en la que se divisaba una lucecita apenas visible, a la cual se fue acercando con una pequeña esperanza viva y el corazón latiendo a mil. Se acercó a la única ventana y divisó enredado entre penumbras a dos hombres junto a una botella de vino, sentados, conversando animadamente junto a una mesa, una estufa y un chonchón de parafina. Nada más verlo mojado y solo, aquellas dos personas le invitaron a pasar y a reunirse con ellos cerca del fuego. Incluso le dieron de beber para reanimarlo del descalabro del intenso frío. Tito Appel sólo recordó el apellido de uno de ellos. Ampuero.
Al día siguiente, junto a sus ocasionales amigos, que eran sufridos pescadores de mar, se dirigieron a conocer Caleta Andrade en un pequeño bote a remos, y llegaron hasta la casa de su único poblador, don Francisco Andrade, nombre que llevaba esa parte de la isla por ser el primero en poblar dicha área. Era una isla hermosísima, con aspecto de montaña virgen y aquel hombre vivía solo en una vivienda fogón, similar a la primera casa bruja de Baquedano.
El propósito de Conservas Ancla
Junto con establecer los puntos más favorables para la construcción de la fábrica, Appel comenzó a hacer planos y a establecer contactos con Puerto Montt para iniciar el plan de puesta en marcha de las faenas de una de las pesqueras y conserveras más famosas y reconocidas de Caleta Andrade: la Fábrica de Conservas Ancla. Al cabo de tres años, el alemán está listo para producir, rodeado de toneladas de mariscos cuya producción y extracción no mermaba nunca. Sistemáticamente las actividades de producción y buen funcionamiento de la empresa no dejaban de efectuar faenas de extracción y envase de cholgas, choritos, locos, almejas, sierra, picorocos, erizos, pejerreyes, surtido para caldillo, que hacían las delicias de todo el país. Pronto Ancla se constituyó en un nombre conocido y emblemático, consolidando la vida y la obra de Tito Appel como pionero en este tipo de empresas en Aysén, en una época difícil y señera, cuando los buzos aún debían usar pesadas escafandras.
Fue entonces que el pionero Appel fue hasta Puerto Octay y se casó con doña Berta de La Cruz. Comenzaron a nacer los hijos y se formó entonces una linda familia que vivía en el segundo piso de la fábrica, todos integrados a la producción y a los detalles de esta organizada empresa familiar, debiendo los chicos asistir a clases en la escuela de Puerto Aguirre. Lo demás se deja caer solo, vida de mar y fábrica, estudios en diferentes lugares, hijos, rutina familiar, viajes a Puerto Montt y Octay, maravillosas faenas productivas que marcaron presencia para siempre en esta parte del territorio.
La pobladora Rosa Chaura
La pobladora Rosa Chaura llegó a las Huichas en 1946, cuando recién frisaba los doce años, durante la misma época difícil a la que me he referido, cuando la isla se había comenzado a poblar en medio de enormes manchones selváticos y casi nada que llamara tanto la atención, que no fueran las indetenibles faenas productivas.
No había mucha diferencia entre ser hombre o mujer en esas faenas inestables y tan difíciles. Sólo se veían rucos sobre las arenas, ocultos por densas arboledas y la triste silueta de una precaria escuelita cerca de la fronda. Cuando había cumplido veinte años, Rosa conoció al pescador José Lepío y se casó con él. A pesar de que en esos años ya se contaba con una posta de salud, la mujer tuvo a sus hijos en casa con la ayuda de su cuñada, quien hacia la función de matrona. Se conocían como parteras o chiquilleras en medio de una vida que no pintaba para fácil ni pletórica. Faltaba de todo y lo cual fabricaban trampas con boque redondos y cabos para lanzarlos al mar, esperando tener suerte.
La luz llegó después de muchos años. Y antes de eso tuvieron que usar sólo mecheros que funcionaban con petróleo en un tarro que se llevaba a todas partes con un agujero en el centro, y un paño o trapo en forma de mecha; o bien, también, utilizaban la grasa de las conchas de loco y un trapo como pabilo. Eso les permitía alumbrar su hogar, para poder cocinar y comer. Para poder tener su casa calientita, el padre Lepío y algunos otros parientes salían a las islas cercanas a buscar la leña y aprovechaban de abastecerse lo que más podían.
Una luz potente alumbra hoy el enclave de Huichas y Puerto Aguirre. Ayseninos de mar y de siempre en la gloria del pionerismo que dejó sus frutos sobre las arenas de los nuevos tiempos.
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