A mi amigo Edison Julián, un detective le puso una bala en la cabeza, y lo dejó en estado vegetativo permanente. Él se nos acabó para siempre, y aunque los médicos pronosticaron corta vida, sigue respirando a nuestro alrededor en la misma casa donde ha visto pasar los años, convertido en una masa inmóvil que apenas mueve la cabeza.
Descubrí una curiosidad de 1890. Hay dos tipos sentados frente a frente que se apuntan a la cabeza. Están en una mesa de bar muy elegante y visten ropas muy finas con botas de charol. En la estantería de madera hay una imagen de Jesús, un retrato de San Benito Mártir y varias esquelas de santos que dejó algún benefactor. Uno de los que ve la foto, afirma haber crecido con armas parecidas, un padre soldado de la segunda guerra que le enseñó más sobre eso que cualquier libro. Deja una frase final con cierto sabor amargoso: Nunca apuntes con un arma a alguien, a menos que vayas a matarlo.
La atmósfera de peligro y estremecimiento se me instaló desde varios libros. Destaco el admirable Allá en la Patagonia que escribió la señora María Brunswig. Encuentro debajo de mi silla Historias de Fronteras, de Ernesto Maggiori, un argentino que ha dedicado su vida para dar a conocer los hechos luctuosos de cada provincia de su tierra, incluidas las correrías de Cassidy y otros famosos bandoleros que galopearon por Aysén.
La temática me lleva inevitablemente a Juan Mackay, el huaso osornino radicado en Coyhaique que, a través de Ricardo, uno de sus hijos, me dejó dos lecciones. Hay que vivir tan fiero como a la muerte la pintan. Sus contadas de matreros huelen a malhechores, a hechos funestos, a balas y sangre de muertos. Se parecen un poco a las contadas de los carabineros que entrevisté, Navarrete, Jaramillo, Vásquez, Mayorga, Zambrano y a cada historia que me confiaron donde se aprecian sombras de muerte que empiezan a cobrar vida.
Veamos que resulta de la reunión de estas inspiraciones.
La Balmaceda de Barros y Pérez
En pleno otoño de 1988 me junté con Chalino Barros y otros invitados en su casa de madera en la vieja Balmaceda, la que fuera vivienda permanente de doña Dumicilda Medina. Esa tarde encontré sus misales y rosarios negros en gavetas tristes de muebles y veladores. Santitos, olores a perfumes antiguos, polvos del harem y discos de 78. Por un rato me quedé pensando en ella y me pareció verla mateando, con esa voz potente que tenía. Cuando llegué, estaba Chalino sentado bajo un álamo en el patio sombreado, con dos vasos llenos de ginebra argentina, encima de una mesa que ya se caía.
―Hola amigo gaucho ―me dijo. Estaba esperándolo. Ahora vienen los otros, son casi todos de aquí.
Ya entrada la hora 5 y luego de avanzar una botella con poco hielo, larga conversa y una grabadora abierta, Chalino Barros me fue contando la mitad de su historia con muchos de sus versos gauchos que quedaron grabados en una vieja casette. Incluso alcanzó a dar inicio a la famosa historia del famoso cuatrero y marucho Damián Galván, recordado por los antiguos balmacedinos como un malhechor recalcitrante.
Junto a Chalino, se me puso a hablar el gritón viejito Pérez, que pasó casi toda la tarde llevándonos alrededor de la cocina, con las historias que le dejara su abuelo José Pérez Tallem, propietario del boliche La Confianza Siria, que estaba en todas partes y en ninguna. Luego nos deja temblando con el relato de Arrocet, el juez del lugar. El padre adoptivo de José Pérez era Simón Salazar, héroe de la Guerra del Pacífico. Una noche tocan a la puerta y una daga tan larga y curvada como un sable, le penetra el estómago y los intestinos caen desparramados al suelo, con un fuerte olor a entrañas.
El matrero Damián Galván, paladín de la muerte
Damián Galván era marucho cuando llegó a adentrarse en la pampa blanca, lleno de ínfulas y presunciones como todo argentino. La frase esa cae bien aquí: sobrado como puchero’estancia. Desfilan por el recuerdo los nombres de los buscas y matreros: Galván, Gorra de Mono, Iribarnes, Reinoso, el Zurdo Contreras, Pan y Agua, Diente de Oro, el Rubio de la Pera. Los presos son detenidos cuando hay excesos irremediables y los llevan a la casa particular de José Pérez, convertida en calabozo ocasional. En aquel lugar vive el Juez Guillermo Arrocet.
Galván era un problema para autoridades y gendarmes. Nadie tenía pruebas convincentes para acusarlo. Se escapaba, se escabullía, mentía, era hábil y escurridizo. Hasta que llegó el Inspector Milton Roberts, famoso por habilidad para cazar malhechores. No está claro por qué este matrero se radicó en las riberas del lago para dedicarse a la crianza de hacienda lanar. Una de sus peores costumbres consistía en conchabar peones solos y hacerlos esperar dos meses para el pago. Pasado el plazo, los mataba y escondía sus cuerpos en hoyos cercanos a su vivienda y apropiándose de sus pertenencias. Por ejemplo, Eustaquio Gómez fue asesinado en 1922 cerca de la frontera; en agosto del mismo año acabó con Gabriel Bonnet, un peón que construía los corrales de su puesto y en Mayo le disparó en la cabeza a Moisés Almonacid, chileno a quien adeudaba un año completo de jornal. Además acuchilló a otro, envolviéndolo en su propio poncho y escondiéndolo en un bosque. Y a un tal Vargas, apropiándose de su chata.
Eustaquio Jerez fue el último en trabajar con él. Era del Baker y tumbeaba de estancia en estancia. Se acercó al puesto del matrero y se conchabó con su tropilla y su chata, pero cuando fueron juntos a Huemules, Galván regresó solo, aduciendo que se había embarcado en un coche con rumbo desconocido. Por ahí andaba el Inspector Roberts, quien inmediatamente le puso el ojo encima, descubriendo en sus declaraciones varios embrollos y mentises. Enterado por un soplón que andaba buscándolo, Galván agarró todo lo que tenía y se las echó para Comodoro, con el comisario pisándole los talones. Pero éste lo arrinconó en Las Cortaleras. Fue bajado de una chata y llevado a un retén donde se le obligó a confesar una por una sus fechorías. Maggiori concluye: “El 14 a la madrugada, Galván fue trasladado esposado hacia el escenario de los macabros hechos. Tuvo que desenterrar con sus propias manos a los cuatro cadáveres. Damián Segundo Galván fue condenado a reclusión perpetua”.
Kid y Cassidy, los transgresores
Butch Cassidy, Sundance Kid y su esposa Ethel Place, llegaron a la Argentina en 1901, huyendo de la justicia y de la Agencia de Detectives Pirkerton. Bajo los nombres de Santiago Ryan y Harry Place, se instalaron en Cholila en 1904.
Muchas versiones señalan que estos bandoleros habitaron espacios ayseninos en busca de refugio.
Con una hacienda de 500 vacunos, 1.500 ovejas y 28 caballos de silla, además de una casa de 4 habitaciones, galpones, establo, gallinero y algunas gallinas iniciaron su nueva vida. En los valles cordilleranos, los bandoleros encontraron la amistad y el respeto de varios vecinos, incluso firmaron documentos como garantes del comisario y alojaron en su cabaña al gobernador del Chubut, Julio Lezana.
En 1905 comenzó una serie de robos y atracos, y aunque estaba casi comprobado que los habían cometido otros asaltantes norteamericanos, la condición de prófugos y la sospecha de que algunos de los autores de los asaltos podrían haberse guarecido en su cabaña, hicieron que el trío comenzara a inquietarse y preparase su partida del lugar. Los tres prófugos decidieron cruzar los Andes y el rastro de los bandoleros se hizo confuso: se separaron, volvieron a reunirse; Etha viajó a San Francisco y casi no se volvieron a tener noticias de ella.
El 19 de diciembre de 1905 atracaron el Banco Nación de Villa Mercedes (San Luis) que era considerado el único asalto protagonizado por Butch Cassidy y Sundance Kid (junto con otros dos pistoleros) en la Argentina. Huyendo de la policía, los bandoleros se dirigieron nuevamente hacia el sur. Se separaron, Cassidy cruzó otra vez hacia Chile y Sundance Kid regresó a Cholila, donde liquidó el cobro de la venta de sus propiedades.
Los hechos ubican a Cassidy y Sundance Kid recién hacia 1908, en Bolivia, donde al parecer también tenían intenciones de instalarse como hacendados. Luego de trabajar en el arreo de mulas para empresas mineras, asaltaron una remesa destinada a la Minera Aramayo, Francke y Cía. Huyeron al norte, escapando de los uniformados que los esperaban por el sur, pero el 6 de Noviembre de 1908, en una casa del pueblo de San Vicente, los alcanzó el regimiento de Abaroa, del Ejército Boliviano.
Los militares se acercaron sigilosamente, pero desde una puerta comenzaron a dispararles. El jefe de la partida ordenó rodear el edificio para evitar que los bandidos huyeran por los fondos. De pronto, se escucharon tres gritos de desesperación dentro de la casa, luego de lo cual cesó el tiroteo, situación que se mantuvo durante la tensa y fría noche. Al amanecer, la comitiva encontró los cadáveres de los dos gringos. Uno de ellos, el que sería Butch, con un balazo en la sien y otro en el brazo; el otro, Sundance, sentado detrás de la puerta, abrazado a un gran jarrón de cerámica, con varios disparos en los brazos y uno en la frente. Sus cuerpos fueron enterrados en el cementerio de San Vicente, concluyéndose que Butch Cassidy y Sundance Kid encontraron su final en Bolivia, en noviembre de 1908.
Grupo DiarioSur, una plataforma de Global Channel SPA. Powered by Global Channel